Publicado: 28 de Junio de 2023
Iris Murdoch lo expresó así: “Existe un abismo entre aquellos que pueden dormir y los que no”. Con no menos poesía y no menos tristeza, Inma, una mujer insomne de 55 años, lo dice de otra forma: “Lo que más envidio de una persona es que pueda irse a la cama a las 11 de la noche y se duerma y se despierte a las siete de la mañana. Algo normal en ella para mí es un superpoder que no tengo más que algunas noches muy especiales”. Cualquiera que pertenezca al segundo grupo de Murdoch corrobora esta maldición. Y el grupo crece. El confinamiento de la pandemia, según los especialistas del sueño, se convirtió en un laboratorio perfecto para fabricar hombres y mujeres con problemas graves para dormir: la angustia del encierro, el miedo al contagio, el temor a perder el trabajo, las malas noticias no ayudaban precisamente. Y a estos miedos hubo que sumar una colección de malos hábitos reunidos todos durante la época en que vivimos metidos en casa: horarios caóticos o falta de horarios, ausencia de exposición a la luz solar, ausencia de actividad deportiva…. En pocas palabras: el cóctel ideal para desorientar a nuestro cerebro, hecho hace decenas de miles de años conforme a la secuencia inalterable del día y de la noche, hacerle así perder el frágil hilo del sueño.
La Sociedad Española de Neurología calcula que el 48% de la población adulta y el 25% de la población infantil no goza de un sueño de calidad. Y que más de cuatro millones de españoles sufre un trastorno grave de sueño o, directamente, padece insomnio crónico. A pesar de esto, solo uno de cada tres insomnes se acerca al médico. Estos datos fueron recogidos antes de la pandemia. Todo apunta a que los del informe del año que viene, en el que ya figurarán las cifras de la crisis del coronavirus, serán mucho peores.
No se sabe por qué dormimos. Lo que sí se sabe es qué pasa si no lo hacemos. A la corta, la falta de sueño produce cansancio, fatiga, somnolencia, irritabilidad, perjudica la atención, merma la capacidad para resolver problemas y a la vez estimula una tendencia peligrosa a sobrevalorar nuestras propias capacidades. A la larga, desemboca en diabetes, obesidad, enfermedades cardiovasculares, posible propensión al alzhéimer y una probabilidad alta de hundirse en una depresión. Hay quien llega al insomnio porque se deprime y quien se deprime porque padece insomnio. Es un bucle dañino y frecuente. Las millones de noches angustiosas pasadas en blanco por todo este ejército de personas sin dormir son parecidas. Pero cada insomne es un mundo. Las mujeres, según las estadísticas, duermen peor que los hombres. Las personas mayores tienden a dormir menos y a despertarse muy pronto; los adolescentes, por el contrario, necesitan dormir más y su reloj biológico es más tardío, con lo que las clases importantes y los exámenes a primera hora son científicamente contraproducentes. Lo dicho: cada insomne es un mundo.
Un paciente de la doctora Irene Cano, coordinadora de la Unidad del Sueño del hospital Ramón y Cajal de Madrid, llegó a confesarle, preso de una crisis de ansiedad, que debido a que no dormía por las noches no se sentía él por las mañanas. “Eran los tiempos del confinamiento. Me decía que a base de no dormir no se veía capaz de cuidar de sus hijas, que no se reconocía, que notaba que no llegaba a ninguna parte. Necesitó un antidepresivo, y después, pastillas para empezar a dormir. Ahora ya va mejor”, recuerda Cano.
César Martínez, de 52 años, empezó a dormir mal hace aproximadamente 10 años. Lo achaca al trabajo, al estrés ocasionado por el trabajo, entre otras cosas, porque cuando se encuentra de vacaciones duerme muy bien. “La cosa es que mi trabajo me encanta. Y que tampoco es particularmente estresante. Soy jefe de taller de la Casa de la Moneda. Hago y diseño los troqueles para fabricar las monedas. Nada cuestión de vida y muerte, pero …” Pero César se puede pasar 15 o 20 días seguidos durmiendo dos o tres horas. Se despierta a las dos o las tres tras acostarse a las 12 y ya. Da vueltas, se levanta, pasea por la cocina, se vuelve a acostar, piensa que le quedan aún cuatro horas para levantarse, se angustia por eso y al final acaba levantándose. No es raro que se presente tempranísimo por los alrededores de Goya, donde está la Casa de la Moneda, y merodee por ahí mientras amanece para hacer tiempo. Luego, pasa la tarde a rastras, como él dice, sin ganas de nada. Y el agotamiento progresivo hace mella: “El cansancio por no dormir llegó a tal punto que cometía errores en el trabajo, lo que a su vez me causaba más nerviosismo y más problemas para dormir: la pescadilla que se muerde la cola”. Al final, César acudió a la unidad del sueño del hospital Ramón y Cajal. En principio no quería porque temía quedar enganchado a los narcóticos. Ahora, medicado, controlado y aconsejado, reconoce que duerme mejor, aunque teme que su problema no desaparezca del todo hasta que se jubile. “Hasta que deje de estar nervioso por el trabajo”.
Los expertos mencionan siempre las famosas tres p desencadenantes del insomnio: Predisposición, es decir, “la tendencia de ciertas personas nerviosas, controladoras, perfeccionistas, con una hiperactividad fisiológica, a no poder desconectar”, en palabras de la doctora Esmeralda Rocío-Martín, neurofisióloga clínica especialista en medicina del sueño del hospital de la Princesa, de Madrid. La segunda p es “precipitante” y alude a un suceso que desencadena la preocupación, la ansiedad y el insomnio: la pérdida de un trabajo, la muerte de un familiar, un divorcio… Los doctores especifican: es normal perder el sueño durante un tiempo por cosas así. Lo que deja de serlo es que la situación se eternice. Y llegamos así a la tercera p del cuento: “Perpetuante”: la preocupación se vuelve circular, absorbente, no remite con los meses. A uno le asaltan los denominados pensamientos nocturnos rumiantes, también la conocida por los especialistas como “ansiedad anticipada”, que no es sino la angustia que experimenta uno porque presiente que no se va a dormir y corrobora que efectivamente uno no se duerme debido a esa angustia. Este mundo está lleno de pensamientos circulares.
Marisa (prefiere no dar su apellido), de 48 años, se acuesta a las 10 y media o a las 11 y se queda dormida enseguida. Pero a las pocas horas, a las tres o a las cuatro de la mañana, se despierta. Y ya es incapaz de conciliar el sueño. “Me pasa desde siempre, nunca he podido despertarme tarde, aunque cada año es peor. Simplemente me despierto y ya sé que no hay manera. No tengo problemas especiales (si tengo un problema directamente no pego ojo) Cuando me harto de dar vueltas me levanto y me voy al salón, y pongo la tele muy bajito o me pongo a leer (¡He leído mucho!) o busco un tutorial de YouTube y hago gimnasia o deporte. Ayer me hice una caminata de media hora a las cinco de la mañana en mi salón. Luego, por la mañana, aguanto. Incluso en mi trabajo, en una inmobiliaria. Pero a las seis o a las ocho estoy muerta. No he ido al médico. Me da pereza. Tengo asumido que duermo mal y basta. Los fines de semana me tomo una pastilla para dormir, porque ahí me relajo. Me la pasa una amiga o mi madre. No es nada: un lexatin”.
Un 9,7% de la población española entre 15 y 64 años (unos tres millones de personas) usó algún tipo de hipnosedante (ansiolíticos o hipnóticos), en los últimos 30 días, según la encuesta sobre alcohol y otras drogas (Edades) del Ministerio de Sanidad hecha pública en enero de 2023: una tendencia al alza continua desde hace 18 años. Desde entonces, el porcentaje se ha triplicado, y eso que no incluye a los mayores de 64 años, que acaparan la mayoría de las prescripciones de estos fármacos. Es más: según un informe de 2019 de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), España es el país con mayor consumo del mundo de benzodiacepinas, medicamentos que a menudo se recetan para dormir mejor porque aminoran la excitación neuronal, y a la vez sirven de hipnótico y relajante muscular.
Marisa no puede levantarse tarde. Blanca Lozano, de 21 años, no puede levantarse pronto. Empezó a comprobarlo a los doce o trece años, cuando ir al instituto a las ocho de la mañana se convirtió, simplemente, en un martirio. “No me dormía hasta las dos o las tres de la mañana, o más tarde. Y me tenía que levantar para ir a clase. A veces tenía tanto sueño que me echaba a dormir en los pasillos del instituto, me ponía la mochila de almohada, un abrigo por encima y me dormía. O me quedaba dormida en la ducha. Me sentaba y me dormía”. Lo que tiene Blanca no es un problema de insomnio crónico, sino lo que se denomina entre especialistas “un retardo de fase”. Su ciclo natural de vigilia-sueño está descompasado con respecto al de la mayoría, reglado por la luz solar y la dicotomía día y noche. El caso de Blanca es extremo. Pero el doctor Juan Antonio Madrid, catedrático de Fisiología y director del laboratorio de Cronobiología de la Universidad de Murcia, calcula que en España se cuentan un 30% de personas “cronovespertinas”, con las manecillas de su reloj biológico retrasadas. Cuando éramos cazadores-recolectores esto no constituía un problema para nadie, porque las diferencias de horarios de sueño se atenúan cuando nos exponemos a los ciclos naturales de luz-oscuridad. Además, los cronotipos extremos (los famosos alondras-madrugadores y búhos-noctámbulos) se repartían de forma natural la labor de vigilar la entrada de la cueva o alimentar el fuego por la noche. Pero la sociedad posindustrial con horarios de trabajo y de estudio eminentemente matutinos no está hecha para personas como Blanca. “Ahora voy por la tarde a la universidad, donde estudio Psicología, y he ganado una beca de excelencia. Concentro toda mi actividad por la tarde. Y es verdad que me faltan horas. Además, basta que alguien, el dentista, por ejemplo, me ponga una cita a las nueve para que me eche a temblar: no duermo nada pensando que no me voy a despertar”. Tras acudir a la unidad del sueño del hospital del hospital Ramón y Cajal, ha conseguido adelantar algo su horario. Ya no se va a la cama a las cinco sino a las dos a base de disciplina y de fármacos. “Pero he comido mucho techo en la habitación para acostumbrar mis ritmos, me sé de memoria los dibujos del gotelé de la pared de pasar tanto mirando ahí, sin hacer nada, en la cama mirando para arriba y para el frente, sin poderme distraer para que me llegara el sueño”.
César deambula al amanecer por Goya; Marisa ve la tele a bajo volumen en el salón de madrugada; Blanca aprende de memoria la forma de las paredes. David Jiménez Torres, escritor y periodista, en El mal dormir (libros del asteroide), un interesante retrato personal de un hombre enfrentado a la tortura de no poder dormir, lo resume así: “Toda vida a las tres de la mañana parece fracasada”. E Inma, la insomne de 55 años del principio, también expresa esta idea a su manera: “A las tres de la mañana quieres suicidarte, cambiar de trabajo, divorciarte o irte al bingo. A veces todo a la vez”.
Sociedad mutando hacia lo insomne
Además, la misma sociedad, en bloque, va mutando hacia lo insomne. Cada vez dormimos menos. Esto se debe a la proliferación de pantallas, cuya luz azul dificulta la secreción de la melatonina, la hormona de la oscuridad que nos ayuda a dormir; a la multiplicidad de estímulos, a la aceleración constante y la competitividad creciente de esta sociedad y a los horarios extendidos (agravados en España por el defase de la hora oficial con respecto a la solar (60 minutos en invierno y 120 en verano). Juan Antonio Madrid ha dirigido un estudio de la Universidad de Murcia destinado a registrar, mediante sensores alojados en las muñecas de los pacientes, el sueño de 10.000 personas. Y la conclusión es que los españoles adultos duermen, de media, 6 horas 37 minutos, incluyendo los fines de semana. La media de los días laborales es menor: 6 horas 10 minutos. Menos de lo recomendable (7-9 horas). Juan Antonio Madrid, autor del libro Cronobiología, una guía para descubrir tu reloj biológico (Plataforma editorial), especifica: “Y en esto ocurre como con el PIB. Como con todas las estadísticas. Hablamos de medias. Y las medias son engañosas. Hay mucha gente que duerme habitualmente menos de 5 horas los días laborales”
Carlos Egea, jefe de servicio de neumología y de la unidad de sueño de Álava, recuerda que el tiempo de sueño de la especie humana se ha mantenido inalterable desde siempre. Hasta ahora. Y todos los expertos consultados advierten de que el sueño perdido no se recupera -ni en vacaciones ni en fines de semana-, que las horas que no se duermen nos vuelven con el tiempo transformadas en enfermedades, nerviosismo, cansancio, recortes en la esperanza de vida, tristeza y agobio. A la larga, no dormir convierte el hecho de vivir en algo mucho peor y menos duradero.
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